Por Martín Ruiz Torres
Presidente del Ente Cultural de Tucumán
El 30 de octubre de 1983 los argentinos volvieron a las urnas y el 10 de diciembre Raúl Alfonsín, desde el balcón del Cabildo, inicio un periodo de 40 años ininterrumpidos de régimen democrático. El flamante gobierno necesitaba una renovada política cultural, potencialmente generadora de una nueva identidad nacional, con la esperanza de dejar atrás un pasado signado por el terror y la falta de libertades.
Las políticas culturales que surgen de los Estados nacionales se construyen mediante estrategias que tienden a generar procesos de visibilización o invisibiliación de determinadas personas, hechos, objetos o saberes y cuyo fin último es la afirmación, construcción o reconstrucción de la identidad de sus habitantes. La nueva democracia argentina no fue la excepción y a mediados de 1984 se lanzó el “Programa Nacional de Democratización de la Cultura” (Prondec). Este programa encontraba como fundamento principal: “el Derecho a la Cultura es uno de los Derechos Humanos y el Estado debe proveer para que su libre ejercicio esté asegurado para todos los habitantes de la Nación, a fin de incentivar los hábitos democráticos de una sociedad sometidas a la promoción y prácticas de conductas autoritarias”.
Los 90 llegaron cargados de globalización, relativismo posmoderno y vacío de identidad. Luego, la cultura de la primera década del siglo XXI adoptó una perspectiva multiculturalista, a través de un proyecto anti-homogeneizador de defensa de la diversidad cultural.
Como vemos, durante estos últimos 40 años las políticas culturales fueron variando. Sin embargo, existe una idea subyacente de la que casi todos han abrevado y que otorga a la cultura un papel fundamental en la permanencia del sistema democrático y en la salud de sus instituciones. Es en el campo de la cultura donde se libra la gran batalla entre el autoritarismo y la democracia.